lunes, julio 10, 2006

Crímenes perfectos

1.
Luis pensó que ya era hora de cambiarse. Su terno estaba colgado de la perilla de su puerta. No había pensado en aquel día desde que le dieron la noticia, hacía más de dos meses, una calurosa mañana de verano. Su primo Álvaro, el prometedor abogado, se casaba. Luis había recibido la noticia flotando en la piscina sobre su colchoneta de plástico. Tenía los anteojos de sol puestos y un vaso de agua mineral en la mano. Su madre, Raquel, pensó que no habría escuchado bien, porque Luis no se inmutó, ni movió una ceja, ni nada. Era como si aquella noticia no le provocara ninguna reacción.
Alvarito, como lo llamaban entonces -porque después pasó a ser Álvaro, señor Álvaro, o Doctor Sosa- se casaba con Patricia, una chica que Luis le había presentado cuando eran jóvenes. Ella había sido novia de Luis. Muchos años más tarde, cuando Patricia se involucró con el prometedor abogado, él se alejó de ellos lo más rápido que pudo.
Pero ahí estaba ahora, echado sobre su cama, esperando actuar. Decidió que ya era hora de enfrentar la ceremonia, ponerse su terno, vestirse como cualquier persona que va a las siete de la noche al matrimonio de su primo, tomar un taxi hasta la iglesia de Miraflores que da al mar, y afrontar la realidad tal cual es. Pero algo se lo impedía. No era el sentimiento que lo embargó aquella noche, cuando Patricia le dijo que se había enamorado de Alvarito. Estaban en un cine, en medio de la oscuridad, mientras pasaban comerciales de películas próximas a estrenarse -y parecían que iban a ser de verdad grandes estrenos-, Luis se quedó mudo. Sintió lo mismo que sentía cuando era niño y alguien le decía que el recreo había acabado. La desilusión era grande.
Pero eso fue hace años, ahora Alvarito y Luis son hombres hechos y derechos. Luis nunca terminó su carrera. Provenía de una familia opulenta que se había venido a menos. Todavía les quedaba algo de lujo a los Sosa, la idea de tener un hijo escritor los obligó a ponerse duros. Ahora Luis trabaja en una empresa textil, usa terno, todos los días tiene que bañarse y salir temprano de su casa a trabajar.
A pesar de todo, no llega tarde a la boda. No piensa en Alvarito, ni en Patricia, ni en cuando eran jóvenes. Siente, por el contrario, una profunda decepción. Extraña el genocidio brutal al que estuvieron expuestas sus neuronas. Todos ésos episodios se le revuelven ahora en la cabeza como los familiares de las víctimas de un accidente aéreo.
- Llegas demasiado tarde -dice alguien. Reconoce a Lola, una prima que tiene un piercing en una ceja y un vestido que pudo muy bien haber sacado de un episodio de The Jetsons.
- Bonito vestido.
Luis se sentó. Lola y él son algo así como las ovejas negras de la familia. Ambos parecen estar aburridos. Luis vuelve a pensar en todas las borracheras que ha tenido desde que Patricia lo dejó, piensa en todas las veces que ha tenido sexo, en todos los matrimonios a los que ha asistido y todas las veces que sintió que su vida fue un completo fracaso.
- ¿Qué te parece la novia? -susurra Lola.
Ambos están lejos del altar y desde ahí sólo se puede alcanzar a escuchar el eco de lo que dice el padre. El vestido de Patricia es color hueso, eso sí lo puede diferenciar bien, y cree que lo que Alvarito lleva puesto es un frac.
- ¿Lleva puesto un frac?
Lola sonríe, asiente la cabeza y dice:
- Según mi tía, el frac es lo que se ha puesto de moda, qué pena que tú no tengas uno…
- Sí, qué pena.
- Y eso que se burlaron de mi vestido.
El padre hace la comunión. Cierra los ojos y eleva la eucaristía sobre la cabeza de los novios. La iglesia no está llena, y es que la iglesia es grande y las familias Sosa y Bobadilla no son familias muy numerosas.

2.
Patricia miró en el espejo su vestido de novia, color marfil, los hombros y la espalda al descubierto, las dos tiritas blancas que pasaban por su cuello. Acababa de llegar de estar horas y horas en un salón de belleza, mirando cómo un estilista le daba vueltas y vueltas a su pelo. No se reconoció a sí misma como pensó que iba a ser a los diez años. Había algo que le hacía falta en el estómago. Tal vez el valor de caminar hacia el altar. Supuso que las cosas pasaban por algo, pero no se atrevió a dudar del amor que le tenía Alvarito.
La luz que entraba a la habitación atravesaba la ventana y las cortinas. Patricia estaba sentada frente al espejo de su tocador, que le devolvía la imagen de sí misma cabizbaja. El vestido de novia estaba ceñido a su cuerpo y por ahí se asomaban algunos kilos de más que no estuvieron presentes en los preparativos que habían hecho para la boda.
Desde hacía más de un mes, Patricia comía por ansiedad.
- Hija -Marcela entró a la habitación-, ¿qué haces arrugando así tu vestido? Quítatelo… ¡Ah, qué día!… La pedicurista llamó, dice que no va a poder venir. Tú sabes cómo son estas cholas cuando les haces creer que son indispensables…
Patricia se puso de pie. Corriendo las cortinas se podía ver el enorme jardín de la casa. Unos hombres armaban un toldo con bastante retraso. Había mesas y sillas, y un bar estaba siendo surtido. Desde el jardín se lograba ver en la pared del cuarto de Patricia, donde había una colección de muñecos de felpa.
- No quiero que me hagan la pedicura…
- El vestido es con sandalias -dijo Marcela-, si no te haces la pedicura la gente te va a ver los cayos…
- Nadie me va a ver los cayos.
Patricia caminó como un insecto atrapado. Finalmente cayó sentada al borde de su cama y dijo:
- Yo me puedo hacer la pedicura sola.
- A ver, te quiero ver -dijo Marcela.
Patricia, descalza, cruzó las piernas.
- Te estoy esperando -dijo Marcela.
Patricia suspiró. Su madre, que llevaba un conjunto beige con saco, cruzó los brazos en posición de espera. Patricia sacó del primer cajón de su mesa de noche un cortaúñas.
- ¿Y tú amiga? -preguntó Marcela.
- Ya viene -Rafaela entró a la habitación. Se dirigió a la ventana y se detuvo a mirar el panorama. Más allá del toldo y de las mesas, se lograba ver la calle.
- Tu hermana no se quiere hacer la pedicura.
Rafaela miró a Patricia.
- ¿Ya no? Porque le dije a mi amiga que viniera…
- No, no… -Dijo Marcela- Haz que venga tu amiga. Y por el amor de Dios, haz que tu hermana se haga la pedicura. Lo último que queremos es una novia llena de cayos…
Marcela se inclinó para darle un beso en la frente a Patricia y salió de la habitación.
La casa estaba patas arriba. Nadie había almorzado. En realidad, nadie había pensado en el eso. La cocina estaba llena de tipos uniformados que preparaban toda clase de bocaditos y una comida ligera para la cena.
Rafaela le empezó a acomodar a su hermana los mechones que le habían hecho en el salón de belleza.
- Quería saber cómo me quedaba el vestido -dijo Patricia.
- Te queda bien.
- No es cierto. Parezco embarazada.
- ¿Por qué dices eso?
- Mírame.
- No, no… -dijo Rafaela, tocándole el vestido-, lo que pasa es que te has sentado… -Tomó a Patricia del brazo y la puso de pie-. Nadie te ha dicho, pero el vestido de novia se ha hecho para estar parada…
Patricia se miró en el espejo. Pasando los dedos por su vientre, se veía más delgada. Rafaela sonrió: aquello había sonado convincente. Las dos hermanas eran guapas y se miraban en el espejo. Parecían estar posando para una foto. De alguna manera, las mujeres siempre lo hacen.

3.
A la salida, Luis tuvo ganas de esconderse entre los matorrales, caminar hacia el mar, o mejor dicho, caminar en dirección opuesta a la casa de Patricia. No tuvo ganas de hacer el brindis de honor, en el salón continuo a la iglesia, donde se reciben los regalos, ni saludar a los novios, ni tomarse las fotos.
Luis tuvo un acceso de tos y por eso no pudo escaparse corriendo. Su prima Lola se perdió entre los invitados que se amontonaron a la salida de la Iglesia. Algunos empezaron a tirarles arroz. Unos pocos amigos de Patricia Bobadilla lo reconocieron de cuando estudiaban arquitectura con ella. Lo saludaron con grandes palmadas en la espalda y le preguntaron qué era de su vida.
Pero él no pareció interesado en saludarlos, menos en darles la mano. Temió que le preguntaran si todavía era amigo de Patricia, a lo que él hubiera tenido que responder que no, que la odiaba, y que odiaba todavía más a su primo por haberse casado con ella. Fue entonces cuando la vio. Ella estaba ahí, parada, con un vestido azul oscuro, o era más bien un vestido completamente negro, que dejaba sus hombros al descubierto.
Era la hermana de Patricia, Rafaela Bobadilla.
- A los años, Lucho -cuando la saludó, no pudo evitar abrazarla.
- Sí, a los años.
- Te pareceré una desconfiada, pero pensé que no ibas a venir.
- ¿Por qué?
- No sé, como llegaron tus papás y no estabas…
- Ah. Es que yo quedé en venir después.
Luis y Rafaela se quedaron parados. En seguida comenzó la molesta costumbre de las fotos y del saludo cordial. Los papás de Alvarito estaban ahí, con una sonrisa de oreja a oreja, lo mismo los papás de Patricia, y todos juntos posando para la foto parecían una familia disfuncional. Patricia estaba aturdida con su vestido color hueso.
- ¿No vas a ir a saludarlos?
- No, Rafa. No tengo ganas.
Rafaela soltó una risa. Cogió una cartera azul de cuero y sacó de ahí una cajetilla de Malboro Light y un encendedor Zippo de metal. Le ofreció uno a Luis y éste aceptó. Luego de que prendieron los cigarrillos, Rafela le dijo:
- Ya nadie me dice Rafa…
Luis salió de su estupor. Se había quedado mirando a Patricia que a pesar de las horas que había pasado en el salón de belleza, saludaba a todo el mundo con una sonrisa en la cara. Esperaba tener algún contacto visual con ella, pero aquello no sucedió. Patricia estaba sumergida en otro mundo.
- ¿Cómo?
- Que ya nadie me llama así…
- Debe ser que hace años que no te veo.
- ¿Te parece que he cambiado en algo?
Luis cogió una copa de champán al vuelo y miró a Rafaela de arriba abajo. Sin duda estaba guapa, era una mujer por donde se le viera. Era más baja que Patricia, pero casi no parecía haber diferencia de edad entre las dos. Luis calculaba que Rafaela debía ser unos tres años menor que Patricia.
- No, sigues exactamente igual -le dijo Luis-, ¿cuántos años tienes?, ¿quince?
Rafaela volvió a reírse.

4.
Rafaela tiene poco más de veinte años. En el matrimonio de Patricia lleva puesto un vestido azul marino con los hombros al descubierto. Es el mismo vestido que volvió loco al último chico con el que salió. Lo había conocido en una fiesta. Él llevaba un saco marrón oscuro y una camisa sport a cuadros.
En seguida congeniaron, compartieron algunos cócteles. Antes de emborracharse, quedaron en salir algún día. Rafaela ya se imaginaba yendo con él al cine, tomando café en el Starbucks de San Isidro y besándolo mientras caminan por el parque Kennedy. Pero después del tercer vaso de whisky que tomaron juntos, se perdieron en un rincón del jardín. El chico tenía el pelo corto y barba de algunos días. No era un adonis. Rafaela pensó estar enamorada. Siempre le pasaba con chicos así, que no son ni muy guapos, ni muy llamativos, y que no tienen mucho dinero. A Rafaela le gustan los hombres serios pero con aires de niño. Este parecía ser uno de ellos.
La calentura subió como la espuma de la cerveza que era servida en el interior de la fiesta, por una chop que agotaba sus últimos recursos. Salieron de la reunión tamaleándose y riéndose a carcajadas. Rafaela dejó plantadas a tres amigas con las que había quedado en regresar a casa. En el taxi se besaron con locura. El asunto todavía tenía aspectos románticos. A pesar de que él era un poco descuidado, ya había demostrado lo más importante: tenía el poder de darle placer.
El placer es una fuerza de Dios. Muchas veces lo único que tienen en común dos personas que se conocen es que quieren hacerlo. Para eso se va a un hostal, se alquila una habitación y se hace. Así es el raciocinio de Rafaela después de aquel incidente. No niega que el sexo haya sido espectacular, sólo reconoce lo asquerosa que puede ser una relación cimentada sólo en eso.
Al chico lo volvió a ver unas tres veces más. Nunca fueron al cine, ni tomaron café en el Starbucks de San Isidro, ni se besaron caminando por el parque Kennedy. Se encontraron siempre en lugares neutros, nunca en lugares públicos, y la mayoría de las veces sólo lo hicieron en el carro de él, un Toyota Corola azul oscuro que en realidad era de sus padres. Rafaela no necesitó descubrirlo. Era obvio. Estaba escrito en su cara. También era obvio que tenía enamorada.

5.
- ¿Qué hacen ustedes dos ahí parados? -les preguntó Marcela. Ya habían pasado todos por la fila donde se felicitaba a los novios. Saludó a Luis con un beso en la mejilla.
Rafaela y Luis caminaron sin prisa, como dos gatos desinteresados, con las ideas perdidas en otros rincones de la mente. El camino hasta donde estaban ellos fue tortuoso para Luis. La mirada de Patricia pareció cambiar cuando lo reconoció.
Después de la foto, en donde aparecen Rafaela, Luis, Patricia y Álvaro en ése orden, Álvaro le dijo a Luis que lo consideraba mucho más que un hermano. Mientras él hablaba, Luis sólo podía pensar en Patricia, en las noches que pasaron juntos, en cómo era Patricia en la cama, en cómo se movía, qué tipo de cosas decía. Aquellas imágenes no dejaron de atormentarlo. Cuando Álvaro terminó de hablar, ya no quedaba mucha gente en el salón. Por algún motivo que no logró entender, tuvo que posar para otra foto más con él.
Cuando salió, el flash le había ocasionado a Luis ceguera momentánea. Escuchó la voz de Raquel, su madre, entre lucecitas amarillas y rojas.
Raquel lo llamaba:
- ¡Luchito! ¡Luchito!
- ¿Qué pasa, mamá? -Cuando pudo enfocar el panorama, los papás de Luis estaban sentados en el carro de los papás de Lola. El abuelo de Luis, don José Sosa, estaba ocupando el asiento del copiloto, No había sitio para nadie más, así que quedaron en encontrarse en la casa de Patricia. Luis alcanzó a ver a los recién casados subiendo a una limosina negra.
- ¿Qué te pasa? -Preguntó a Lola. Estaba apoyada contra una de las paredes de la iglesia. El piso era de piedra negra. Los zapatos de Luis empezaron a incomodarle-. Hay que tomar un taxi… -dijo Lola.
Luis negó con la cabeza. Se sentó en una de las gradas y se sacó los zapatos. Agachó la cabeza. Estaba cansado. Lola se sentó junto a él.
- ¿Qué te pasa? ¿No quieres ir?
Luis negó con la cabeza.
- Me duelen los pies.
- Mis papás me dijeron que tú me ibas a llevar.
- Bueno. Te llevo, pero luego me regreso a mi casa.
Lola tenía escarcha en los labios y se había laciado el pelo. No le quedaba bien. Lola era una chica de rulos y de lentes de montura gruesa. Ahora, en cambio, estaba con el pelo lacio y lentes de contacto. Luis no la reconocía como su prima. Si no fuera por su vestido de The Jetsons, tal vez no la hubiera reconocido.
- ¿No te vas a quedar, entonces? -dijo Lola.
Luis negó con la cabeza.
- ¿Tanto te afecta? -le preguntó Lola.
- No es eso -Luis se incorporó-, es que los pies me duelen, la espalda me duele, todo me duele…
- No te pongas así -Lola levantó la cabeza y le dio un rápido vistazo al cielo y al mar-. Vamos a fumar…
Luis se puso sus zapatos. En la puerta de la iglesia no quedaba nadie, sólo un grupo de abuelitos sacados de la película “Cocoon”. Luis volvió a negar con la cabeza. Abrazó a Lola y le dijo:
- Cada vez que fumas te pones muy idiota, y tus ojos se te ponen muy rojos y empiezas a hablar estupideces. No quiero que tu papá saque la pistola y me mate…
- ¡No! Eso no va a pasar. Mi papá ya se ha tomado cuatro whiskys, y cuando llegue a la recepción se va a tomar otros cuatro whiskys más, así que cuando lleguemos…
- Lo más probable es que saque su pistola y me mate.
Luis se puso de pie. En la avenida había una fila de Ticos amarillos. Los abuelitos sacados de la película “Cocoon” se embarcaron en uno.
- ¿Qué te pasó, Luis? -le preguntó Lola, una vez dentro del Station Bagon color blanco al que se subieron.
- Lola, la gente fuma cuando tiene que huir de algo. ¿Tu de qué huyes? ¿De la plata que tiene tu familia?
- Sí, de la plata, entre otras cosas desagradables que tiene mi familia.
Lola llevaba debajo de su vestido unas medias negras de nylon. Ambos estaban sentados en la parte trasera del taxi y cada uno miraba por sus respectivas ventanas. Lola sonrió.
- ¿Haz visto a Coco?
Luis asintió.
- Hace tiempo que me lo quiero agarrar… -comentó Lola.
- Estás enferma.
Lola empezó a reírse. Luis también se rió. No conocía muy bien a Coco, pero aquello le causó risa.
- ¿Lo has visto? Ya no está gordo.
- Un gordo nunca deja de ser gordo. Yo mismo he sido gordo y seguiré siendo gordo. Basta con haberlo sido una vez.
Hubo una pausa. Las luces de la calle que entraban por las ventanas del Station Bagon chocaban entre sí y avanzaban con el pasar de las cuadras. El conductor del taxi no decía una sola palabra.
- No sé tú -dijo Lola-, pero yo me voy a embriagar hasta la inconsciencia…
Luis se lo pensó un rato.
- Amigo -le dijo al taxista-, voltea a la siguiente en “u”.
- ¿A dónde vamos? -preguntó Lola.
- A mi casa.

6.
Cuando Luis terminó con Patricia decidió cambiar. Los días se convirtieron en días interminables. Descendió del cielo una neblina gris que invadió el jardín de su casa, por las mañanas, y pasó a estacionarse sobre la piscina, con un olor a pescado y humedad.
Luis, que tenía un concepto bastante contradictorio sobre Alvarito, la idea de que a su primo le pudiera gustar Patricia resultaba una payasada. No tenía muchos amigos. Alvarito era, digámoslo así, su mejor amigo. Lo encontró en su casa estudiando para un parcial. Fue hasta su cuarto, donde había un libro enorme, que era la Constitución, y le contó lo sucedido.
Alvarito, sumergido en su lectura, le dijo:
- Puedo hablar con ella, si quieres…
- ¿Para qué? -le preguntó Luis.
- Para saber qué piensa -respondió Alvarito, dándole la espalda.
- No. Me pondría celoso -dijo Luis, como quien no quiere la cosa-, lo que necesito es cambiar. No puedo seguir faltando a clases. Sólo me faltan… ¡tres años! -Luis se llevó las manos a la cabeza- ¡Mierda! ¡Tres años!
Alvarito asintió. No escuchó muy bien lo que decía su primo. Estaba pensando en Patricia. Las pocas veces que la había visto le había parecido una chica inteligente, con cierto encanto especial que la hacía atractiva al común de los mortales. Resultaba femenina. Era el tipo de mujer que Alvarito quería para sí.
- Necesito estar con Patricia -continuó Luis-, es mi único desfogue…
El cuarto de Alvarito estaba bien ordenado. Todas las cosas estaban correctamente en su lugar. Su escritorio estaba cubierto por unos papeles. Las cortinas estaban abiertas y por ahí se veía la calle.
- Bueno. ¿Podrías hablar con ella?
Alvarito se quedó mirándolo. Luis seguía sentado sobre su cama. Había cogido un libro y lo estaba manoseando con los dedos. Después de pensarlo un rato, Alvarito dejó la Constitución sobre su escritorio, y le dijo:
- Claro que sí.
Los pensamientos de Alvarito pasaron entonces a cuándo llamaría a Patricia, qué cosas le diría por teléfono. De inmediato pasó a pensar a dónde la llevaría, tal vez al cine, tal vez a tomar un café, no lo tenía decidido. Lo que sí tenía decidido era no tocarle un pelo, la regresaría temprano a su casa y nunca más volvería a salir con ella.
De cualquier forma, a Luis nunca le importó lo que pasó la primera vez que Patricia y Alvarito salieron. A las dos semanas volvió a estar con ella, y los cambios que tanto había planeado hacer en su vida se transformaron en regalos a Patricia, en dejar de salir los fines de semana para estar con ella, abrazarla siempre de la cintura, ir constantemente a su casa y decirle que la quería.

7.
Prendió la luz de su cuarto y todo se iluminó. Había ropa sucia esparcida por el piso. A pesar de que ahí estaba su prima, Luis no hizo nada por ocultar sus calzoncillos, ni por ordenar un poco su cama. Tenía pensado que la luz la cegaría, aunque sea unos minutos.
La imagen de los calzoncillos era sin duda perturbadora. Aún así lo único que hizo Lola fue hacer memoria. No recordó haber estado antes en el cuarto de su primo, excepto en una ocasión, cuando eran niños, una Navidad, pero podía estar equivocada.
- ¿Qué es esto? -Preguntó Lola, revisando una caja de libros. Miró la cubierta de un ejemplar nuevo. Con la luz proveniente de la lámpara, la cubierta brillaba.
Nunca antes se había percatado de que la portada del libro de su primo era el primer plano de un asesinato. El nombre era más que sugerente: “Crímenes perfectos”.
- Sabes una cosa -dijo Lola-, yo no he leído tu libro.
Luis, que estaba metido en su clóset, encontró lo que estaba buscando: una bolsa con un poco de marihuana. La abrió, sacó de ahí una pequeña rama. Se la extendió a Lola como diciendo: vaya, gracias.
- Es que… -continuó Lola- lo de tu libro siempre fue...
- ¿Qué cosa? -preguntó Luis.
- Creo que en mi casa nadie sabía que escribías, cuando todos leyeron tu libro no dejaban de hablar de eso, no dejaban de censurarlo…
Luis lanzó una carcajada. En el fondo, aquello le molestaba. No entendía muy bien por qué Lola le decía todas ésas cosas. Al rato encontró lo que estaba buscando: un par de zapatillas marrones, que podían pasar muy bien por zapatos. Sin embargo, el hecho de que fueran marrones implicaba cambiarse también de terno.
- ¿A cuánto me vendes uno? -le preguntó Lola, enseñándole el libro.
Luis sonrió.
- Baratito nomás.
- ¿Cuánto?
- Doce soles.
Sacó de su clóset un saco marrón oscuro y un pantalón gris, también sacó una camisa Oscar de la renta. Todo eso lo cargó y se lo llevó al baño. Desde ahí, Lola le dijo:
- Te lo compro si me lo dejas a diez.
- Bueno.
Al rato Luis ya estaba listo. Cuando salió, Lola había armado un porro con el papel de fumar que llevaba consigo, con el cuento de que fumaba tabaco. En su cartera negra sobresalía la mitad de “Crímenes perfectos”. Lola negó con la cabeza. El marrón y el gris no combinan bien, le dijo. Cuando Luis volvió a salir del baño, Lola estaba en la cama sin tender, fumando lo que había armado.

8.
Durante mucho tiempo lo único que quiso fue enamorarse. Lo consiguió por fin una noche, cuando conoció a Luis. Ella siempre había dicho que no creía en ésas cosas, pero cuando vio a Luis se le vino una imagen a la cabeza: él estaba relegado a una esquina.
Aquella sensación de querer estar enamorada volvió la primera mañana en que se levantó sin el peso de Luis a cuestas. No supo entender si necesitaba enamorarse de otro, o si el mismo Luis era la respuesta a todas sus preguntas. Con la dependencia característica de los adolescentes, Patricia se acercó más a esta segunda posibilidad.
La inminente visita de Álvaro se le presentó una mañana fría, con apenas un par de llamadas telefónicas premonitorias, y la aferró a la terrible pero a la vez deseada posibilidad de volver con Luis. Cuando Álvaro apareció en la puerta de su casa, Patricia no entendió muy bien el mensaje. El primo de Luis era un chico flaco, intencionalmente desarreglado, que había venido con la sorprendente noticia de que Luis no la necesitaba, pero que podía contar ahora con un nuevo amigo.
Así se convertía en una especie de doble agente encubierto, encargado de decirle a Luis todo lo que ocurriera con Patricia. Si alguien la invitaba a salir, por ejemplo, es un caso extremo, Patricia se lo contaba a Álvaro y éste a su vez correría a contárselo a Luis. Patricia no se creyó del todo aquella historia, pero le agradó el semblante de Álvaro, a quien sólo había visto una vez, cuando salieron a pasear los tres, por el Centro Comercial El Polo, una noche de verano.
Aquel frío día de invierno, en cambio, pasearon por la casa de Patricia mientras iban conversando. La relación iba por su segundo año. Las lecciones aprendidas podrían irse al agua si no volvían pronto. Álvaro, mentalmente, iba tomando nota. Caminaba con las manos en los bolsillos, disfrutaba cada segundo de su conversación con Patricia. Disfrutaba contemplar sus ademanes, mirar su cuerpo, sentir su ropa.
Esa noche, Patricia soñó que estaba conversando con Luis en la fiesta donde se habían conocido. La gente bailaba canciones de los ochentas. Toda la fiesta era un desastre y estaba iluminada por luces de colores. De pronto aparecía Álvaro de la nada y se sentaba muy cerca de donde estaban ellos. Luis no se daba cuenta de nada, porque continuaba mirando la luna y hablando incoherencias. En determinado momento, sin que nadie se diera cuenta, Patricia iba hasta donde estaba Álvaro y lo besaba.
Aquel sueño se repitió un par de veces, con algunas pequeñas variantes, y cesó por fin cuando decidió volver con Luis. A partir de entonces, los tres empezaron a salir juntos. Patricia se dignó a mirar al primo de Luis como “un amigo más”. Se dignó también a guardar aquel episodio del beso surrealista en la parte más oscura del cajón de los recuerdos, como se esconde una foto que no nos hace justicia, o el perturbador deseo de algo irrealizable.

9.
Lucho llegó a la recepción en el carro de Ramallo. Era una camioneta negra del año. Ramallo la usaba una vez a la semana para viajar al sur del país. Ramallo era un hombre corpulento, de mirada seria. Se jactaba de llevar siempre un arma consigo, de preferencia automática, enfundada en una correa negra debajo de su saco. Solía contar, después de varios vasos de whisky, lo que había sido la experiencia de matar senderistas en una de sus chacras. Como venía de familia de hacendados, había aprendido a usar armas desde pequeño. Más de una vez había invitado a Lucho a cazar zorros a una de sus chacras.
Lucho siempre aceptaba sonriendo esas invitaciones, pero nunca iba. No se lo había contado a nadie, aunque Raquel lo sabía, pero a él le daba miedo cazar. Una vez, cuando era niño, había matado una paloma por equivocación, mientras manipulaba una carabina que había encontrado en casa de sus padres. Tenía poco más de diez años. Durante semanas enteras le mortificó la idea de que un grupo de palomas vengativas acechara su cabeza.
Con ellos llegó don José Sosa, el patriarca de la familia, de unos ochenta años, cabello blanco, parsimonia al caminar, y el semblante augusto de los que tienen a toda la prole a su disposición. Tomaron el camino más rápido, llegaron cuando la entrada todavía no había sido invadida por la cantidad de carros que se amontonaron después. No les costó trabajo encontrar la casa, quedaba a una cuantas cuadras del Golf de San Isidro.
Bajo el toldo, junto a una de las mesas, había una banda de músicos que todavía no había empezado a tocar. En el bar, un par de mozos preparaban cócteles. Encima de todos ellos, en uno de los cuartos de la casa, una luz estaba prendida.
Marcela los abordó para saludar a don José Sosa y ofrecerle algo de tomar. Este aceptó encantado el whisky etiqueta azul que servían en el bar. Desde donde estaban parados, Lucho y Raquel miraron el cuarto, donde una chica, probablemente la hermana menor de Patricia, había prendido el televisor.
Luego llegaron una serie de taxis que formaron una fila. En uno de ellos, Lola seguía con los ojos rojos y no paraba de hablar de Coco.
Poco después de salir, Lola había dicho:
- No soy cojuda, yo sé cómo me mira…
- ¿Cómo te mira? -le preguntó Luis.
- Dicen que una mirada vale más que mil palabras…
- Una mirada no, una imagen.
- Bueno, una imagen. Coco me mira, ten esa imagen…
- Una mirada puede significar muchas cosas, Lola.
Por el espejo retrovisor, Luis intentó buscar su reflejo. Su pelo ya se había secado y obtenido la textura que él deseaba. Más abajo de su cuello notó su camisa y su saco. No estuvo seguro de haber hecho lo correcto al dejar que Lola eligiera la combinación de su terno. Pero ahí estaba.
Un rato después, el taxi bordeó el Golf de San Isidro y se metió por una calle desierta. La expresión de Lola cambió cuando se encontraron entre taxis y carros. Todos los que bajaban estaban correctamente vestidos y se dirigían a la puerta iluminada, donde un señor en terno recibía las invitaciones y dejaba a la gente entrar.
Adentro, la primera persona con la que se tropezó Luis fue su padre. Afuera no le había pasado, pero una vez adentro sintió una terrible nostalgia. Aquella casa él la había frecuentado demasiado durante los tres largos años que estuvo con Patricia. Quizá por instinto, lo primero que hizo Luis fue levantar la mirada. En el cuarto de Patricia, alguien había prendido la televisión.
- ¿Qué te pasó? -Le preguntó Lucho a su hijo.
- Pasé por la casa, el terno me incomodaba.
Lucho lo miró de arriba abajo.
- Pero te volviste loco, estás hecho un desastre… -cogió la solapa del saco-, los colores no combinan, te has puesto el saco de un terno y el pantalón de otro. -Bajó la mirada y empezó a negar con la cabeza- ¿Esas son zapatillas?
- Los zapatos era lo que más me incomodaba, papá. Además, ella me aconsejó. -Luis señaló a su prima.
Lucho volvió a negar con la cabeza.
Raquel se acercó con un cóctel rojo en una mano.
- ¿Le hiciste caso a una chica con ése vestido?
- ¡Tiene un aro en la ceja!
Luis levantó la miranda al cuarto Patricia. Recordó lo mucho que le molestaba que dejara la televisión prendida. De pronto la luz se encendió y el televisor se apagó. Escuchó que Lola reía estrepitosamente. Estaba sentada en una mesa con sus papás y el abuelo, que bostezaba.
Raquel se dirigió al interior de la casa. Lucho metió la mano en uno de sus bolsillos, sacó su monedero y buscó una moneda de cinco soles. Le dijo:
- ¿Puedes comprarme unos cigarrillos?
Luis asintió. Miró el cuarto de Patricia hasta que la luz se apagó. Cuando Lucho notó la expresión de su hijo, le preguntó:
- ¿Te pasa algo?
- No, no -dijo Luis-. No me pasa nada.

10.
Estaba hablando con Patricia por teléfono. Ella estaba lista para salir. Llevaba una blusa negra y un jean apretado. Antes de salir, iba a ponerse una casaca marrón de cuero. El clima estaba frío porque era julio y el invierno había llegado con fuerza ese año.
- No voy a poder ir -dijo Luis.
- ¿Por qué?
- Porque está lloviendo demasiado.
- Luis -le dijo Patricia-, apenas está garuando.
Patricia miró su ventana con las cortinas corridas. No había visto la calle desde la tarde, pero la lluvia no podía ser una excusa. Llevaban casi tres años juntos y mientras más tiempo pasaba, más se repetían éstas cosas.
- Si no vienes voy a ir sola.
Luis estaba sentado en ropa interior al borde de su cama. Le dolía un uñero que tenía en el pie izquierdo. Era una molestia, porque cada vez que se lo sacaba, volvía a crecer más adentro. Sacó un cortaúñas del cajón de su mesa de noche y se dispuso a tan dolorosa faena.
- ¿Ya viste cómo está el clima allá afuera? -preguntó Luis.
Ella se levantó. Caminó hasta la ventana. Por ahí miró una calle inundada en donde caían pequeñas gotas de lluvia arrastradas por el viento y la neblina. Los carros avanzaban a toda velocidad con las luces encendidas.
- Puede que tengas razón -dijo por fin Patricia-, pero eso no significa que yo deje de ir.
En la frente de Luis palpitaba una vena. El dolor era tan grande que su cara estaba roja y sus manos llenas de sudor. Le costaba manipular el cortaúñas. Finalmente cortó el problema de raíz pero no se sintió aliviado. Le empezó un dolor irritante en lugar del uñero.
- Bueno, que te diviertas, pero yo no voy a poder ir.
- No te entiendo -dijo ella.
A Patricia le dolía. Quiso llorar. Empezó a bajarse el jean, algo que le costaba trabajo, y dejó al descubierto su calzón negro. Antes de colgar, le preguntó a Luis:
- ¿Por qué no quieres venir?
Luis se echó en su cama. Hacía tiempo que no miraba su techo. Encontró un par manchas marrones que resultaron ser arañas. Era el momento de la verdad, el más trágico, el que requería más coraje y obstinación. No bastaba con decir: no tengo ganas, o mi mamá no me deja. Decidió ser totalmente franco, al fin y al cabo no tenía nada qué ocultar, y le dijo:
- Porque está lloviendo.